Reflexiones sobre la actualidad del libro
Elogio de la fotocopia
Ensayos de Roland Barthes rayados con destacadores fosforescentes, poemas corcheteados de Carlos de Rokha o de Enrique Lihn, novelas anilladas o precariamente empastadas de Emmanuel Bove, de Mauricio Wacquez, de Clarice Lispector; es bueno recordar que aprendimos a leer con esas fotocopias que esperábamos impacientes, fumando, al otro lado de la ventanilla. Unas máquinas enormes e incansables nos daban, por pocos pesos, la literatura que queríamos. Leíamos esos tibios legajos y luego los guardábamos en las repisas como si fueran libros. Porque eso eran para nosotros: libros. Libros demasiado caros o escasos. Libros importantes.
Recuerdo a un compañero que fotocopió La guerra y la paz a razón de 30 páginas por semana, y a una amiga que compraba resmas de papel celeste pues, según ella, así la impresión quedaba mejor. Por mi parte, la mayor joya bibliográfica que tengo es un peregrino ejemplar de La nueva novela que fabricamos entre varios, con poca destreza, imitando cada detalle de ese objeto inimitable: usamos anzuelos más grandes y la bandera chilena era solamente de plástico, pero nunca voy a olvidar lo bien que lo pasamos recreando ese libro de Juan Luis Martínez.
Las primeras campañas contra la fotocopia de libros fueron, en este sentido, una especie de agresión: querían quitarnos el único medio que teníamos para leer lo que verdaderamente queríamos leer. Decían que la fotocopia mataba al libro, pero nosotros sabíamos que la literatura sobrevivía en esos papeles manchados, tal como ahora sobrevive en las pantallas, porque los libros siguen siendo escasos y caros, escandalosamente caros.
La discusión sobre el libro digital, a todo esto, se vuelve por momentos demasiado sofisticada: los defensores del libro convencional apelan a imágenes románticas sobre la lectura (que yo suscribo plenamente), y la propaganda electrónica insiste en la comodidad de llevar la biblioteca en el bolsillo, o en la maravilla de interconectar los textos ilimitadamente. Pero no se trata tanto de costumbres como de costos. ¿Vamos a esperar que un estudiante gaste veinte mil pesos en un libro? ¿No es bastante razonable que lo baje de Internet?
Hoy muchos lectores tienen bibliotecas virtuales de primer nivel y sin necesidad de recurrir a una tarjeta de crédito ni de comprar el dispositivo de moda. Es difícil estar en contra de ese milagro. Los editores, los libreros, los distribuidores y los autores se unen de vez en cuando para combatir las prácticas que arruinan el negocio, pero los libros se han convertido en objetos de lujo y absolutamente nada permite pensar que eso vaya a cambiar. Sobre todo en países como el nuestro, los libros son, desde hace ya demasiados años, asunto de coleccionistas.
Yo mismo me convertí, con el tiempo, en un coleccionista, porque no me atrevería a vivir sin mis libros, pero en mi caso se trata más bien de un atavismo, de una anacrónica y un poco absurda inclinación a dormir en medio de una biblioteca. Recuerdo a un amigo que siempre me ofrecía una bodega para que guardara mis libros, pues no podía entender que yo renunciara a buena parte del espacio para montar esas repisas que además eran, según él, peligrosas: para el próximo terremoto te van a caer encima y morirás por culpa de tus enciclopedias, me decía, aunque yo nunca he tenido enciclopedias.
Tampoco me he animado a tirar los antiguos anillados, incluso cuando se trata de textos que luego conseguí en ediciones originales. Ahora que las fotocopias van en retirada, no puedo evitar una dosis de nostalgia, pues aún conservo esos papeles; todavía repaso, cada tanto, esos libros de mentira que alguna vez provocaron un asombro genuino y duradero.
Publicado en La Tercera, 26/08/2009.-
Una interesante reflexión sobre el proceso del libro en la actualidad. Debo reconocer que aunque la idea de tener libros y una bella biblioteca me gusta, también elogio mi colección de libros electrónicos, nada más hay que ver los catálogos digitalizados de la Biblia de Gutemberg u otros tantos libros que difícilmente uno tendría en sus manos.
El texto lo tomé de http://sinliteratura.wordpress.com/2009/07/27/elogio-de-la-fotocopia/
Recuerdo a un compañero que fotocopió La guerra y la paz a razón de 30 páginas por semana, y a una amiga que compraba resmas de papel celeste pues, según ella, así la impresión quedaba mejor. Por mi parte, la mayor joya bibliográfica que tengo es un peregrino ejemplar de La nueva novela que fabricamos entre varios, con poca destreza, imitando cada detalle de ese objeto inimitable: usamos anzuelos más grandes y la bandera chilena era solamente de plástico, pero nunca voy a olvidar lo bien que lo pasamos recreando ese libro de Juan Luis Martínez.
Las primeras campañas contra la fotocopia de libros fueron, en este sentido, una especie de agresión: querían quitarnos el único medio que teníamos para leer lo que verdaderamente queríamos leer. Decían que la fotocopia mataba al libro, pero nosotros sabíamos que la literatura sobrevivía en esos papeles manchados, tal como ahora sobrevive en las pantallas, porque los libros siguen siendo escasos y caros, escandalosamente caros.
La discusión sobre el libro digital, a todo esto, se vuelve por momentos demasiado sofisticada: los defensores del libro convencional apelan a imágenes románticas sobre la lectura (que yo suscribo plenamente), y la propaganda electrónica insiste en la comodidad de llevar la biblioteca en el bolsillo, o en la maravilla de interconectar los textos ilimitadamente. Pero no se trata tanto de costumbres como de costos. ¿Vamos a esperar que un estudiante gaste veinte mil pesos en un libro? ¿No es bastante razonable que lo baje de Internet?
Hoy muchos lectores tienen bibliotecas virtuales de primer nivel y sin necesidad de recurrir a una tarjeta de crédito ni de comprar el dispositivo de moda. Es difícil estar en contra de ese milagro. Los editores, los libreros, los distribuidores y los autores se unen de vez en cuando para combatir las prácticas que arruinan el negocio, pero los libros se han convertido en objetos de lujo y absolutamente nada permite pensar que eso vaya a cambiar. Sobre todo en países como el nuestro, los libros son, desde hace ya demasiados años, asunto de coleccionistas.
Yo mismo me convertí, con el tiempo, en un coleccionista, porque no me atrevería a vivir sin mis libros, pero en mi caso se trata más bien de un atavismo, de una anacrónica y un poco absurda inclinación a dormir en medio de una biblioteca. Recuerdo a un amigo que siempre me ofrecía una bodega para que guardara mis libros, pues no podía entender que yo renunciara a buena parte del espacio para montar esas repisas que además eran, según él, peligrosas: para el próximo terremoto te van a caer encima y morirás por culpa de tus enciclopedias, me decía, aunque yo nunca he tenido enciclopedias.
Tampoco me he animado a tirar los antiguos anillados, incluso cuando se trata de textos que luego conseguí en ediciones originales. Ahora que las fotocopias van en retirada, no puedo evitar una dosis de nostalgia, pues aún conservo esos papeles; todavía repaso, cada tanto, esos libros de mentira que alguna vez provocaron un asombro genuino y duradero.
Publicado en La Tercera, 26/08/2009.-
Una interesante reflexión sobre el proceso del libro en la actualidad. Debo reconocer que aunque la idea de tener libros y una bella biblioteca me gusta, también elogio mi colección de libros electrónicos, nada más hay que ver los catálogos digitalizados de la Biblia de Gutemberg u otros tantos libros que difícilmente uno tendría en sus manos.
El texto lo tomé de http://sinliteratura.wordpress.com/2009/07/27/elogio-de-la-fotocopia/
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