Diccionario editorial: Corrector
Tenía planeado escribir una breve entrada que hablara sobre el oficio del corrector para el llamado Diccionario editorial pero descubrí que el siguiente texto es completo y retrata a la perfección el oficio que tanto amo. Por ello decidí tomar íntegro el texto no sin antes recomendarles visitar la página de Profesionales de la Edición y conocer las actividades que hacen.
El control de calidad de los escritos
ANA LILIA ARIAS
Por lo regular la mayoría de las personas dedicadas a la corrección de estilo llegan a la práctica de esta actividad de manera fortuita y con frecuencia como producto de la improvisación; por lo mismo, es común que tanto quien efectúa esta labor como quien lo solicita desconoce las características mínimas que deben cubrirse.
Este desconocimiento tiene como resultado un escaso valor al trabajo que se desempeña, reflejado en la bajísima retribución económica que suele dársele. Para colmo, todavía hay que añadir el ridículo tiempo que pretende destinársele: «Nomás échale un ojito. Yo ya lo leí y está bien: lo necesito para el lunes», ¡y es viernes!
Con el propósito de esclarecer esta confusión, es importante, en un primer momento, remitirnos a los orígenes etimológicos de las palabras que componen la actividad: «corregir» y «estilo». La primera deriva de las voces latinas cum, que significa cabalmente, conjuntamente; y rigere, que viene de regere, enderezar, conducir derecho, regir, dirigir, gobernar, guiar. (Gómez de Silva, Guido, Breve diccionario etimológico de la lengua española, Fondo de Cultura Económica, México, 1988).
La palabra «estilo», por su parte, es un vocablo cuya primera acepción se refiere al cálamo o estilete con el que los antiguos escribían en las tablillas enceradas; con el tiempo, la palabra adquirió el carácter de «modo peculiar de hacer algo» (Alonso, Martín, Enciclopedia del idioma, Diccionario histórico y moderno de la lengua española (siglos xii al xx), etimológico, tecnológico, regional e hispanoamericano, México, Aguilar, 1988). Por costumbre se le adjudica erróneamente y de manera única a la forma como el escritor presenta sus ideas.
Pero ése es sólo uno de los tres tipos de estilo con los que trabajamos en el ámbito editorial. El estilo del autor o escritor es más conocido como estilística; el de la empresa o institución que edita la obra es más identificado como estilo, norma, criterio o política editorial; y el de la persona que corrige o enmienda lo que el cálamo o estilete hizo mal es la actualmente muy difundida pero poco conocida corrección de estilo.
Con todo y que es una actividad casi tan antigua como la escritura, a la fecha difícilmente encontramos textos específicamente relacionados con su documentación. Hasta donde se tienen noticias, desde el siglo I de nuestra era, Plinio, Séneca, Cicerón y Quintiliano intercambiaban sus escritos para enmendar errores; (Reyes Coria, Bulmaro, «Un habla dura de Cicerón, o un mal rato para don Marcelino Menéndez y Pelayo», Anuario de Letras, 1994, núm. 32, pp. 313-319) sin embargo, la figura más definida de esta labor no la encontramos sino hasta la Edad Media: con el corrigere, el monje copista que, en la tranquilidad del monasterio, indicaba –como ahora– la falta y al margen de la hoja anotaba la corrección.
Se cuenta que cuando la falla no era grave, él mismo raspaba el pergamino y sobre la enmienda volvía a escribir. Hay noticias (Escolar Sobrino, Hipólito, Libros y bibliotecas en la baja Edad Media, 1999, tomado de: La enseñanza en la Edad Media) que detallan que cuando se trataba de una palabra, de una línea o de un párrafo con errores, el corrigere hacía verdaderas obras de arte para hacer los añadidos: escribía las enmiendas al pie de la página y las llevaba al lugar correspondiente por medio de bellas figuras que parecían subir para encuadrar el texto dejado en el tintero (Millares Carlo, Agustín, Introducción a la historia del libro y de las bibliotecas, Fondo de Cultura Económica, México, 1988).
De los libros únicos y variables a los masivos y uniformes
Cuando la profesión de copista salió de los monasterios y de los conventos, gracias al auge de las universidades en los siglos XII y XIII, no sólo se difundió el conocimiento y hubo un cambio de mentalidad, sino también se fomentó una nueva fuente de trabajo: la de los copistas laicos, quienes a partir de entonces se encargaron de reproducir los textos autorizados para los estudiantes más ricos. (Escolar Sobrino, op. cit.)
Al igual que los copistas monacales, los laicos también se especializaron en tareas distintas dentro de la producción de los libros: dominaban todos los estilos caligráficos y escribían con gran rapidez; incluso habían desarrollada la habilidad para escribir con las dos manos. Pero las máquinas todo cambian.
Con la aparición de la imprenta, el proceso de producción de los libros (es decir, de las ideas) se mecaniza. Las universidades empiezan a proliferar y poco a poco se incrementa el número de personas que tienen acceso al conocimiento; como es natural, quienes se desempeñan como correctores son verdaderos sabios: pensadores humanistas que por lo regular imparten las cátedras de gramática y retórica, a la vez que revisan con meticulosidad las pruebas de imprenta de los libros que están por publicarse.
Leer los libros antes de que salgan publicados es una actividad privilegiada. De los personajes más notables que desempeñaron esta labor destacan Erasmo de Rótterdam (patrón de los correctores en cuya fecha de nacimiento se conmemora el día internacional del corrector: 27 de octubre ), Giordano Bruno y el mismo Elio Antonio de Nebrija, autor de la primera gramática castellana.
Pasar de la manufactura artesanal y manual a la mecanizada, uniforme y repetitiva, con contenido tipográfico en vez de caligráfico, hace que por primera vez se produzcan libros idénticos; pero además obliga a que el tiempo de producción se reduzca sustancialmente. Como dice Marshall Mcluhan, (Mcluhan, Marshall,Comprender los medios de comunicación: las extensiones del ser humano, Barcelona, Paidós, 1996) sin lugar a dudas esos cambios influyeron en una nueva forma de pensamiento y una manera distinta de expresarse. Estamos ante el surgimiento de una nueva sociedad.
En efecto, las sociedades cambiaron junto con los sistemas económicos y de gobierno, pero el trabajo de corrección continuó su confinamiento: si antes lo había sido en los monasterios, en adelante lo continuaría en los talleres de imprenta. Y así permaneció durante siglos, hasta que una nueva revolución tecnológica lo obligaría a salir a la luz; es decir, a editarse, según la etimología del término.
Sin embargo, a diferencia de hace 500 años, los correctores de estilo ahora buscan adaptarse a los cambios tecnológicos y aprovechar la aplicación masiva de la tecnología: la computadora en su caso concreto. Y es que, inverso a la predicción derrotista de quienes hace no más de veinte años anunciaban la desaparición del libro en papel, ahora las publicaciones proliferan; no hay sitio donde no se edite por lo menos un boletín o una revista.
Con todo y ello, pese a que la demanda de las y los correctores de estilo va en aumento, la calidad de las publicaciones decrece y su situación es la más débil de todos quienes intervienen en la especializada cadena productiva de una publicación: desde un volante hasta un libro. Una gran responsabilidad recae sobre este profesional, pero con frecuencia no se le permite intervenir con libertad en su quehacer natural.
Esta contradicción se debe en gran medida al aislamiento e individualismo que el propio trabajo favorece, permitiendo además la improvisación, la competencia desleal de personas ajenas al quehacer editorial, la pésima remuneración, la falta de prestaciones sociales y la sobreexplotación.
Un trabajo de filigrana intelectual
Para uno de los escritores más prolíferos sobre el trabajo de edición, el español José Martínez de Sousa, (Martínez de Sousa, José, Diccionario de tipografía y del libro, Madrid, Paraninfo, 1990.) el corrector «es la persona que dirige, ordena, enmienda y perfecciona una obra de acuerdo con quien la ha producido; aunque esto no siempre es así». Pero, contrario a lo que muchos creen, corregir el estilo no es simplemente leer para hallar fallas ortográficas (eso le compete al lector de galeras o corrector ortotipográfico): corregir estilo es revisar y analizar el documento; es, en ocasiones, traducir en el propio idioma las ideas de quien escribe.
Corregir los originales es un trabajo de filigrana intelectual; por eso es preciso que la persona que corrige esté atenta para detectar y enmendar los posibles errores; buscar la manera de mejorar la redacción de algunas oraciones confusas; añadir alguna explicación o información que complemente los temas tratados, o sugerir alguna supresión que aligere el texto.
Corregir es también vigilar que el escritor o escritora no incurra en inexactitudes o incorrecciones: la persona que corrige sabe que trasladar las ideas a letras y signos es una actividad compleja y distinta a la de la corrección profesional. La primera concierne al proceso creativo y la segunda al de edición.
En este proceso el corrector, desprovisto de la pasión de quien escribe y con la mente puesta por completo en la claridad del documento, cuida tanto de la sintaxis como de la ortografía y de la precisión de las palabras; al mismo tiempo que visualiza la presentación final del escrito, por lo que atiende también la jerarquía tipográfica y demás detalles de edición.
Topografía laboral
El trabajo de corrección de estilo se ejecuta de dos maneras: dentro de la empresa o institución (con contrato base) o de manera externa (donde se incluyen los trabajadores eventuales y los llamados freelance o independientes). Desde esta lógica se entendería que las personas que trabajan bajo contrato gozarían de las prestaciones que marca la ley, a diferencia de quienes prefieren mantenerse de forma independiente; no obstante la realidad no es así.
Según datos de la Cámara Nacional de la Industria Editorial (Caniem), en la última década las personas contratadas han ido en aumento: entre 2002 y 2006 incrementó 18% las contra-taciones; no obstante omite decir que se les emplea por honorarios, sin ningún tipo de presta-ciones y con la obligación de desempeñar el doble y hasta el triple del trabajo que antes hacían; para colmo con el mismo salario de 2002. Como es natural, si ésta es la situación para quienes están respaldados, la de los freelance es todavía peor.
Este escenario nos coloca también ante dos tipos de profesionales: quienes trabajan para una empresa o institución suelen especializarse en la corrección de textos de contenido único –o por lo menos de temas relacionados– convirtiéndose en correctores monotemáticos; al contrario, el trabajador independiente –por la misma necesidad– tiene la posibilidad de corregir textos de contenido diverso. Sin embargo, ambos profesionales se encuentran en el mismo estado de indefensión debido a que ni uno ni otro tiene la certeza de qué es lo que tiene que hacer y si lo está haciendo bien.
Como ya lo hemos señalado, el trabajo de corrección se ha trasmitido de boca en boca, por lo que es común que incluso los editores (que son los que coordinan el proceso de edición) desconozcan la pulcritud de este quehacer. Y, si esto es así en el lugar donde se conoce, es lógico que en los demás ámbitos donde se producen todo tipo de escritos ignoren lo que implica su labor; con todo y que reconozcan que requieren de un profesional de la corrección para ase-gurarse que sus ideas llegarán de manera clara y sencilla a su destinatario.
Por lo mismo, el ámbito de la corrección de estilo es amplio y variado. Puede ir desde una empresa editorial o una institución académica, una revista de divulgación o una científica, un periódico de circulación masiva o uno de comunicación organizacional; puede ser para publicar un libro de texto, una novela o un ensayo; puede ser para corregir material publicitario o de medicina, de química, de física o de ciencias sociales; puede ser también para corregir tesis o para conferencias...
Todas estas variedades la desempeñan personas con algún grado de improvisación y en general con áreas de conocimiento ajenas a las de los contenidos de los materiales que corrigen. Tener una formación académica distinta al documento que se corrige, puede ser un punto a favor ya que se carece de los vicios que en cada disciplina sin querer se van formando y ello ayuda a la objetividad del pensamiento; pero si se combina con la improvisación, entonces sí se convierte en un auténtico problema cuyas repercusiones demeritan sustancialmente la calidad del producto.
Para remediarse, es preciso que el corrector de estilo conozca de técnicas y demás elementos que le permitan revisar profesionalmente los documentos que sometan a su consideración para mejorarlos. Por todo ello la formación de profesionales de la corrección es un proyecto que responde a las necesidades sociales y educativas que los tiempos demandan; necesidades que pretenden subsanarse con los objetivos del diplomado en Corrección profesional de estilo que PEAC organiza.
ANA LILIA ARIAS
Por lo regular la mayoría de las personas dedicadas a la corrección de estilo llegan a la práctica de esta actividad de manera fortuita y con frecuencia como producto de la improvisación; por lo mismo, es común que tanto quien efectúa esta labor como quien lo solicita desconoce las características mínimas que deben cubrirse.
Este desconocimiento tiene como resultado un escaso valor al trabajo que se desempeña, reflejado en la bajísima retribución económica que suele dársele. Para colmo, todavía hay que añadir el ridículo tiempo que pretende destinársele: «Nomás échale un ojito. Yo ya lo leí y está bien: lo necesito para el lunes», ¡y es viernes!
Con el propósito de esclarecer esta confusión, es importante, en un primer momento, remitirnos a los orígenes etimológicos de las palabras que componen la actividad: «corregir» y «estilo». La primera deriva de las voces latinas cum, que significa cabalmente, conjuntamente; y rigere, que viene de regere, enderezar, conducir derecho, regir, dirigir, gobernar, guiar. (Gómez de Silva, Guido, Breve diccionario etimológico de la lengua española, Fondo de Cultura Económica, México, 1988).
La palabra «estilo», por su parte, es un vocablo cuya primera acepción se refiere al cálamo o estilete con el que los antiguos escribían en las tablillas enceradas; con el tiempo, la palabra adquirió el carácter de «modo peculiar de hacer algo» (Alonso, Martín, Enciclopedia del idioma, Diccionario histórico y moderno de la lengua española (siglos xii al xx), etimológico, tecnológico, regional e hispanoamericano, México, Aguilar, 1988). Por costumbre se le adjudica erróneamente y de manera única a la forma como el escritor presenta sus ideas.
Pero ése es sólo uno de los tres tipos de estilo con los que trabajamos en el ámbito editorial. El estilo del autor o escritor es más conocido como estilística; el de la empresa o institución que edita la obra es más identificado como estilo, norma, criterio o política editorial; y el de la persona que corrige o enmienda lo que el cálamo o estilete hizo mal es la actualmente muy difundida pero poco conocida corrección de estilo.
Con todo y que es una actividad casi tan antigua como la escritura, a la fecha difícilmente encontramos textos específicamente relacionados con su documentación. Hasta donde se tienen noticias, desde el siglo I de nuestra era, Plinio, Séneca, Cicerón y Quintiliano intercambiaban sus escritos para enmendar errores; (Reyes Coria, Bulmaro, «Un habla dura de Cicerón, o un mal rato para don Marcelino Menéndez y Pelayo», Anuario de Letras, 1994, núm. 32, pp. 313-319) sin embargo, la figura más definida de esta labor no la encontramos sino hasta la Edad Media: con el corrigere, el monje copista que, en la tranquilidad del monasterio, indicaba –como ahora– la falta y al margen de la hoja anotaba la corrección.
Se cuenta que cuando la falla no era grave, él mismo raspaba el pergamino y sobre la enmienda volvía a escribir. Hay noticias (Escolar Sobrino, Hipólito, Libros y bibliotecas en la baja Edad Media, 1999, tomado de: La enseñanza en la Edad Media) que detallan que cuando se trataba de una palabra, de una línea o de un párrafo con errores, el corrigere hacía verdaderas obras de arte para hacer los añadidos: escribía las enmiendas al pie de la página y las llevaba al lugar correspondiente por medio de bellas figuras que parecían subir para encuadrar el texto dejado en el tintero (Millares Carlo, Agustín, Introducción a la historia del libro y de las bibliotecas, Fondo de Cultura Económica, México, 1988).
De los libros únicos y variables a los masivos y uniformes
Cuando la profesión de copista salió de los monasterios y de los conventos, gracias al auge de las universidades en los siglos XII y XIII, no sólo se difundió el conocimiento y hubo un cambio de mentalidad, sino también se fomentó una nueva fuente de trabajo: la de los copistas laicos, quienes a partir de entonces se encargaron de reproducir los textos autorizados para los estudiantes más ricos. (Escolar Sobrino, op. cit.)
Al igual que los copistas monacales, los laicos también se especializaron en tareas distintas dentro de la producción de los libros: dominaban todos los estilos caligráficos y escribían con gran rapidez; incluso habían desarrollada la habilidad para escribir con las dos manos. Pero las máquinas todo cambian.
Con la aparición de la imprenta, el proceso de producción de los libros (es decir, de las ideas) se mecaniza. Las universidades empiezan a proliferar y poco a poco se incrementa el número de personas que tienen acceso al conocimiento; como es natural, quienes se desempeñan como correctores son verdaderos sabios: pensadores humanistas que por lo regular imparten las cátedras de gramática y retórica, a la vez que revisan con meticulosidad las pruebas de imprenta de los libros que están por publicarse.
Leer los libros antes de que salgan publicados es una actividad privilegiada. De los personajes más notables que desempeñaron esta labor destacan Erasmo de Rótterdam (patrón de los correctores en cuya fecha de nacimiento se conmemora el día internacional del corrector: 27 de octubre ), Giordano Bruno y el mismo Elio Antonio de Nebrija, autor de la primera gramática castellana.
Pasar de la manufactura artesanal y manual a la mecanizada, uniforme y repetitiva, con contenido tipográfico en vez de caligráfico, hace que por primera vez se produzcan libros idénticos; pero además obliga a que el tiempo de producción se reduzca sustancialmente. Como dice Marshall Mcluhan, (Mcluhan, Marshall,Comprender los medios de comunicación: las extensiones del ser humano, Barcelona, Paidós, 1996) sin lugar a dudas esos cambios influyeron en una nueva forma de pensamiento y una manera distinta de expresarse. Estamos ante el surgimiento de una nueva sociedad.
En efecto, las sociedades cambiaron junto con los sistemas económicos y de gobierno, pero el trabajo de corrección continuó su confinamiento: si antes lo había sido en los monasterios, en adelante lo continuaría en los talleres de imprenta. Y así permaneció durante siglos, hasta que una nueva revolución tecnológica lo obligaría a salir a la luz; es decir, a editarse, según la etimología del término.
Sin embargo, a diferencia de hace 500 años, los correctores de estilo ahora buscan adaptarse a los cambios tecnológicos y aprovechar la aplicación masiva de la tecnología: la computadora en su caso concreto. Y es que, inverso a la predicción derrotista de quienes hace no más de veinte años anunciaban la desaparición del libro en papel, ahora las publicaciones proliferan; no hay sitio donde no se edite por lo menos un boletín o una revista.
Con todo y ello, pese a que la demanda de las y los correctores de estilo va en aumento, la calidad de las publicaciones decrece y su situación es la más débil de todos quienes intervienen en la especializada cadena productiva de una publicación: desde un volante hasta un libro. Una gran responsabilidad recae sobre este profesional, pero con frecuencia no se le permite intervenir con libertad en su quehacer natural.
Esta contradicción se debe en gran medida al aislamiento e individualismo que el propio trabajo favorece, permitiendo además la improvisación, la competencia desleal de personas ajenas al quehacer editorial, la pésima remuneración, la falta de prestaciones sociales y la sobreexplotación.
Un trabajo de filigrana intelectual
Para uno de los escritores más prolíferos sobre el trabajo de edición, el español José Martínez de Sousa, (Martínez de Sousa, José, Diccionario de tipografía y del libro, Madrid, Paraninfo, 1990.) el corrector «es la persona que dirige, ordena, enmienda y perfecciona una obra de acuerdo con quien la ha producido; aunque esto no siempre es así». Pero, contrario a lo que muchos creen, corregir el estilo no es simplemente leer para hallar fallas ortográficas (eso le compete al lector de galeras o corrector ortotipográfico): corregir estilo es revisar y analizar el documento; es, en ocasiones, traducir en el propio idioma las ideas de quien escribe.
Corregir los originales es un trabajo de filigrana intelectual; por eso es preciso que la persona que corrige esté atenta para detectar y enmendar los posibles errores; buscar la manera de mejorar la redacción de algunas oraciones confusas; añadir alguna explicación o información que complemente los temas tratados, o sugerir alguna supresión que aligere el texto.
Corregir es también vigilar que el escritor o escritora no incurra en inexactitudes o incorrecciones: la persona que corrige sabe que trasladar las ideas a letras y signos es una actividad compleja y distinta a la de la corrección profesional. La primera concierne al proceso creativo y la segunda al de edición.
En este proceso el corrector, desprovisto de la pasión de quien escribe y con la mente puesta por completo en la claridad del documento, cuida tanto de la sintaxis como de la ortografía y de la precisión de las palabras; al mismo tiempo que visualiza la presentación final del escrito, por lo que atiende también la jerarquía tipográfica y demás detalles de edición.
Topografía laboral
El trabajo de corrección de estilo se ejecuta de dos maneras: dentro de la empresa o institución (con contrato base) o de manera externa (donde se incluyen los trabajadores eventuales y los llamados freelance o independientes). Desde esta lógica se entendería que las personas que trabajan bajo contrato gozarían de las prestaciones que marca la ley, a diferencia de quienes prefieren mantenerse de forma independiente; no obstante la realidad no es así.
Según datos de la Cámara Nacional de la Industria Editorial (Caniem), en la última década las personas contratadas han ido en aumento: entre 2002 y 2006 incrementó 18% las contra-taciones; no obstante omite decir que se les emplea por honorarios, sin ningún tipo de presta-ciones y con la obligación de desempeñar el doble y hasta el triple del trabajo que antes hacían; para colmo con el mismo salario de 2002. Como es natural, si ésta es la situación para quienes están respaldados, la de los freelance es todavía peor.
Este escenario nos coloca también ante dos tipos de profesionales: quienes trabajan para una empresa o institución suelen especializarse en la corrección de textos de contenido único –o por lo menos de temas relacionados– convirtiéndose en correctores monotemáticos; al contrario, el trabajador independiente –por la misma necesidad– tiene la posibilidad de corregir textos de contenido diverso. Sin embargo, ambos profesionales se encuentran en el mismo estado de indefensión debido a que ni uno ni otro tiene la certeza de qué es lo que tiene que hacer y si lo está haciendo bien.
Como ya lo hemos señalado, el trabajo de corrección se ha trasmitido de boca en boca, por lo que es común que incluso los editores (que son los que coordinan el proceso de edición) desconozcan la pulcritud de este quehacer. Y, si esto es así en el lugar donde se conoce, es lógico que en los demás ámbitos donde se producen todo tipo de escritos ignoren lo que implica su labor; con todo y que reconozcan que requieren de un profesional de la corrección para ase-gurarse que sus ideas llegarán de manera clara y sencilla a su destinatario.
Por lo mismo, el ámbito de la corrección de estilo es amplio y variado. Puede ir desde una empresa editorial o una institución académica, una revista de divulgación o una científica, un periódico de circulación masiva o uno de comunicación organizacional; puede ser para publicar un libro de texto, una novela o un ensayo; puede ser para corregir material publicitario o de medicina, de química, de física o de ciencias sociales; puede ser también para corregir tesis o para conferencias...
Todas estas variedades la desempeñan personas con algún grado de improvisación y en general con áreas de conocimiento ajenas a las de los contenidos de los materiales que corrigen. Tener una formación académica distinta al documento que se corrige, puede ser un punto a favor ya que se carece de los vicios que en cada disciplina sin querer se van formando y ello ayuda a la objetividad del pensamiento; pero si se combina con la improvisación, entonces sí se convierte en un auténtico problema cuyas repercusiones demeritan sustancialmente la calidad del producto.
Para remediarse, es preciso que el corrector de estilo conozca de técnicas y demás elementos que le permitan revisar profesionalmente los documentos que sometan a su consideración para mejorarlos. Por todo ello la formación de profesionales de la corrección es un proyecto que responde a las necesidades sociales y educativas que los tiempos demandan; necesidades que pretenden subsanarse con los objetivos del diplomado en Corrección profesional de estilo que PEAC organiza.
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