Reseña de Una historia de la lectura, por George Steiner

Los libros siempre invitan a leer otros libros, y éstos a otros junto con el material de apoyo (análisis, crítica, reseñas...). Al leer el texto de Superficiales una de sus referencias mencionaba a Steiner, pensador que me gusta leer por lo atinado de sus reflexiones y su narrativa tan estructurada, y porque además es uno de los pilares de mi tesis. Platicando con Alejandra Quijano (@Pisco07), a quien agradezco de nueva cuenta por su apoyo en la traducción del texto tan bello que escribió George Steiner, sobre Superficiales y sobre Steiner, ella se ofreció a apoyarme con la traducción del texto y posteriormente me regaló el libro al que se hace referencia y que ya he comenzado a leer.
El texto de Steiner dice mucho de interés para quien ama la leer por las referencias mismas, por el gusto compartido. En especial a mí me llama mucho la atención el párrafo donde menciona a Platón. Atrapa mi atención porque es la línea de investigación que he seguido durante ya varios años, es decir, la de poner en duda uno de los pilares de nuestra sociedad: el libro y la escritura como transmisores del conocimiento (relfexión/pensamiento) y aceptar a pie juntillas lo que se dice.

Sin más que agregar les dejo el texto de Steiner.



Ex Libris
Una carta de amor hacia la lectura

Trad. Alejandra Quijano

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El simple hecho de que usted esté leyendo esta reseña demuestra que pertenece, aunque sea casualmente, al mundo de los libros. Se nos olvida lo limitado que es ese mundo en el espacio y en el tiempo histórico; se nos olvida lo especializado que es el acto de la lectura. Por mucho tiempo grandes partes de la humanidad han pertenecido a las culturas de la oralidad: del mundo hablado; éstas son más antiguas que las de la escritura y las de la lectura. Las definiciones mismas del alfabetismo básico están en disputa; pero aún hoy en día las habilidades de lectura entre cientos de millones de individuos permanecen rudimentarias. La alfabetización externa del Occidente industrialmente desarrollado es engañosa. Numerosos hombres y mujeres leen únicamente para fines inmediatamente utilitarios, y quizás apenas un libro al año. La gama de hábitos que distinguen al lector obsesivo, al poseído por los libros para quien, como dijo Flaubert, leer es estar vivo, de los hábitos de un hombre o una mujer que descifran los titulares de los tabloides o sólo echan un vistazo a las tiras cómicas, es un inmensa.
Decenas de milenios preceden a los libros y los pasarán. La antigüedad de las inscripciones ceremoniales, los rótulos comerciales y los pictogramas podría extenderse hacia el cuarto milenio Antes de Cristo; sin embargo, los medios y el acto de la lectura que damos por sentado, llegaron más tarde. Las referencias de Platón indican la disponibilidad de textos filosóficos en forma de rollos que se podían consultar en caso de que la memoria fallara. Los estudiosos difieren al estimar el número de hombres y mujeres en la antigua Atenas que podían leer algo más que las inscripciones en los monumentos públicos, o que quisieran hacerlo. La célebre anécdota en Las confesiones de San Agustín que narra cómo su maestro, Ambrosio de Milán,  fue uno de los primeros hombres que aprendieron a leer en silencio, sin mover los labios, está ahora en duda. Ciertamente, la lectura silenciosa se ​​registró antes. Pero, ¿cuántos habían dominado ésa habilidad? Las voluminosas épicas de Homero pudieron ser escritas y puestas a disposición de los lectores privados cuando el papiro y las pieles animales procesadas para pergamino se volvieron técnica y económicamente accesibles. Para innumerables comunidades y lenguas, un texto escrito siguió siendo exactamente lo que la palabra "litografía" denota: letras talladas en roca o piedra. Fue hasta los tiempos de la Alejandría helénica y su famosa biblioteca que la vida de los libros, tal como la conocemos, se desplegó en la conciencia occidental. ¿Por cuánto más tiempo durará esta vida? Esta es una pregunta fascinante.
Es precisamente la incertidumbre en torno al formato clásico que tiene el libro lo que en las últimas décadas generó un gran interés académico en la historia de la lectura. Los estudios sistemáticos sobre el desarrollo de las bibliotecas públicas y privadas, sobre la impresión y venta de libros, sobre la censura y sobre la economía de la literatura, han producido un importante cuerpo de conocimientos y de comprensión, especialmente en Francia, donde los archivos son extensos. Más que nunca sabemos cómo los textos se producían y se leían en la antigua Grecia y Roma, en la París medieval, en la Venecia del Renacimiento y en los centros intelectuales de la Ilustración. Se ha explorado la privilegiada coincidencia entre el literario histórico de excelencia (Dickens, Carlyle, Macaulay) y el del mundo del best seller en la época victoriana, el papel fundamental de la pequeña prensa y las semiprivadas en los movimientos modernistas, la distribución samizdat o clandestina de las obras prohibidas bajo el antiguo régimen y el despotismo soviético, así como la explosiva historia del libro de bolsillo. En la actualidad los académicos de la historia social y de género están recurriendo a cuestiones tan elusivas como la accesibilidad de los libros a las mujeres, por ejemplo, en la Edad Media o en el siglo XVII. Otro campo bastante estudiado es el de los hábitos de lectura de los niños y la ilustración de los libros. Como el enigmático autor de Eclesiastés diría: "el hacer libros sobre libros no tiene fin".
Ahora, Alberto Manguel presenta Una historia sobre la lectura. Este autor pertenece sólo marginalmente a esta multitud de estudiosos. Él es un apasionado bibliófilo, coleccionista, conocedor de la fantasía literaria, de la literatura erótica y  la literatura gay. Él es un antólogo, políglota y traductor, cuyos orígenes en Buenos Aires lo ligan deliberadamente a la academia universal de Borges. Es fácilmente encontrado en medio de los puestos de libros de Londres y París. Pero él sigue siendo, en el sentido propio y etimológico de la palabra, un amateur; es decir, es un amante y no un especialista o un técnico. Su ritmo es pausado y errático. Él examina cuidadosamente entre las fuentes y motivos. Las ilustraciones de esta "historia de la lectura" han sido escogidas para causar sorpresa y alegría. Incluso cuando enlista aprendizajes recientes el texto de Manguel sigue conservando el encanto burlón y ​​el totalmente personal (a menudo autobiográfico) gozo de las memorias de numerosos coleccionistas de libros. Kipling, Stevenson y Henry James son para Manguel, como lo fueron para Borges, presencias familiares y cómplices en este "vicio sin castigo" (definición ofrecida  en la presentación de este libro por Valery Larbaud, otra bibliófila y traductora de rara finura).
Los capítulos se suceden como en un laberinto suave. Pasamos de declaraciones algo vagas en la universalidad social de la lectura (un axioma sostenible sólo si le damos a "leer" un sentido casi amorfo) a la revisión neófita de la psicología o la neurofisiología del acto de la lectura realizado en el ojo y en el cerebro. Una consideración de la lectura en silencio es seguida por una sección sobre las artes de la memoria y la capacidad de los libros para preservar (sobre todo si los comprometemos al recuerdo exacto) lo que podría caer en el olvido. Una anécdota conmovedora (Manguel es, ante todo, un narrador) resume el caso: condenado a muerte en el campo nazi de Sachsenhausen, un famoso erudito que conocía a muchos clásicos de memoria "se ofreció como una biblioteca para ser leído por sus compañeros de prisión";  Manguel escribe: "Imaginé al anciano en ese lugar oscuro y  sin esperanza,  aceptado alguna solicitud de Virgilio o Eurípides, abriéndose en una página determinada y recitando las palabras antiguas para sus lectores sin libros”. De hecho, esta es la forma en que muchos de los poemas de Mandelstam fueron preservados y transmitidos bajo el terror estalinista.
El capítulo sobre el aprendizaje de la lectura también contiene anécdotas iluminadoras, especialmente con respecto a las diferencias entre niños y niñas en las comunidades premodernas. Uno se obsesiona con esa fotografía de Helen Keller sentada junto a una ventana y pasando sus manos sobre un texto en Braille. Una anécdota sobre la lectura infantil de Kafka nos lleva a las fascinantes interacciones entre imagen y texto, a la "lectura" en las imágenes de los vitrales y estatuas de medieval por analfabetos incapaces de descifrar las Escrituras. Hoy en día, el cómic, la televisión y la publicidad masiva están revirtiendo a esta sub o icónica alfabetización. Cada vez más el lenguaje es leyenda. Además, como nos recuerda Manguel, la imprenta en Occidente deriva inmediatamente de la ilustración. Fueron los bloques grabados en madera utilizados para la reproducción de imágenes los que inspiraron a los experimentos de Gutenberg en el corte de letras reutilizables a finales de 1440 y principios de 1450. Pronto los libros impresos se pudieron tener en formatos privados y portátiles. Fue una evolución variada, llena de gente, pero lógica, desde el invento de Gutenberg hasta el lanzamiento, el 30 de julio de 1935, de los primeros diez libros de la editorial Penguin, mágicamente a un precio de seis peniques por volumen.
Después de diversas distracciones (imágenes de la lectura de Whitman, Proust y Colette) Alberto Manguel se desplaza hacia atrás: regresa a rollos de papiro y a la fundación de las primeras bibliotecas grandes en el mundo helenístico. La biblioteca de Alejandría tenía fama de contener casi medio millón de rollos; cuarenta mil más se mantuvieron en un anexo adjunto al Templo de Serapis. Del barro fértil del Nilo surgió la fauna de los bibliotecarios, los gramáticos, los editores y los revisores de libros.
Una breve meditación sobre el robo de los libros es tristemente vívida. Una cita que hace que todo valga la pena, se deriva de la biblioteca del monasterio de San Pedro en Barcelona:
Para aquél que roba, o pide prestado un libro y a su dueño no lo devuelve, que se le mude en sierpe la mano y lo desgarre. Quede paralizado y condenados todos sus miembros. Que desfallezca de dolor, suplicando a gritos misericordia, y que nada alivie sus sufrimientos hasta que perezca. Que lo gusanos de los libros le roan las  entrañas como lo hace el remordimiento que nunca cesa. Y que cuando, finalmente, descienda al castigo eterno, que las llamas del infierno lo consuman para siempre.

A la que todas las víctimas de tales depredaciones dirán "Amén".
Un diálogo totalmente irrelevante sobre Rilke como traductor lleva a la "lectura prohibida" y a un epílogo sobre la abierta y felizmente interminable naturaleza de la materia de los libros. El espíritu vagará por siempre en La biblioteca de Babel de Borges, en esa casa de laberintos sin límites con todos los libros posibles, incluyendo los que se perdieron, los que vendrán, y los que nunca se escribirán. Porque la vida humana es también, enfáticamente, el Libro de la Vida.
Manguel es un compañero generoso y sería una grosería detenerme a examinar varias inexactitudes. Lo que es preocupante es su ignorancia o indiferencia despreocupada sobre las dificultades planteadas en su tema. No ha existido mayor  maestro de la lengua y el texto que Platón, cuya crítica de la lectura no ha perdido nada de su fuerza inquietante. Los libros conducen a la erosión de la memoria humana, ya que son el almacén de nuestro ser y la fuente del conocimiento y la imaginación creativa. Escrito, el discurso impreso adquiere una autoridad totalmente falsa. Inevitablemente se buscan verdades fijas y probadas, cuando la obtención de tales verdades debe ser en todo momento, un proceso dinámico, provisional, y de autocorrección. Lo peor de todo: un libro no puede responder al desafío inmediato ni al cuestionamiento, como lo haría un interlocutor en el diálogo directo. El lector no puede responderle al libro, ni obtener respuesta inmediata, ni exigir aclaraciones. Para Wordsworth, "un impulso de la madera primaveral" sobrepasa la estructura secundaria y parasitaria del aprendizaje de los libros, del polvo de la biblioteca. Más radicalmente aún, los herederos de los fundamentos anarquistas de Tolstói sostuvieron que ni Shakespeare ni Pushkin son más beneficiosos para las personas que un buen par de zapatos.  Los quemadores de libros (al menos los teóricos) no siempre han sido matones totalitarios. Hay un caso contencioso que, una y otra vez, requiere refutación.
¿El libro, tal como la conocemos, tiene un futuro? La revolución de Gutenberg aceleró y disminuyó los costos, y multiplicó inmensamente la producción de los textos escritos. No transformó, fundamentalmente, la naturaleza de las relaciones entre el escritor, el lector y el libro. La revolución electrónica ahora en progreso, por otra parte, está generando mutaciones en cada aspecto de la escritura y la lectura. De hecho, en la estructura de su propio significado, el CD-ROM, la Internet, la miniaturización de bibliotecas enteras en los microchips, el acceso inmediato a extensas bibliografías y los todavía incalculables servicios que ofrece la realidad virtual, han hecho  que el impacto de los tipos móviles de Gutenberg sea considerablemente pequeño. Ahora, el humilde procesador de textos permite la recomposición de cualquier texto o el collage de un conjunto de textos en superposición al gusto y referencias cruzadas. Ahora los libros pueden ser escritos, editados, producidos y publicados a través de Internet y desde el hogar. Los fundamentos de la relación entre el texto y la imagen se están modificando. La concepción del planeta como un libro viviente, como un depósito único de información, de registro, de entretenimiento, de argumento retórico (cada dominio especial interrelacionado con todos los demás a través de las sinapsis electrónicas de reconocimiento, clasificación y traducción, ¿como en el cerebro humano?) ya no es una fantasía de la ciencia ficción.
En gran medida, las condiciones socioeconómicas del acto clásico de la lectura (Erasmus, Montaigne, Jefferson, en sus bibliotecas privadas) ya no se pueden obtener o se  obtienen sólo en el artificio de la academia. Ahora, el silencio, el arte de la concentración y la memorización y los lujos del tiempo para la "lectura de altura" se han dispersado considerablemente. Los libros de bolsillo no forman bibliotecas. Sin embargo, incluso estas erosiones, junto con la crisis en la enseñanza de las artes literarias y las lenguas antiguas que suscribieron la alfabetización occidental, son casi insignificantes en comparación con el nuevo mundo de la electrónica. Es muy posible que ya estemos presenciando los primeros síntomas de esta transmutación en la práctica real de la literatura. Las formas con fuertes raíces en la oralidad, como la poesía y el teatro, son formidablemente vitales. La novela tradicional, con su dependencia esencial en la palabra escrita y la lectura en silencio, en un sentido de clase media de la racionalidad narrativa y la resolución (como en la música tonal), se ha reducido, en gran medida, a la convencionalidad empaquetada. No es sólo, como el postmodernismo proclama: "El fin de los grandes relatos" es el cambio radical en la manera en que éstos se narraban y se conservaban
Los libros se siguen produciendo y publicando en grandes números. Los manuscritos ilustrados se siguieron produciendo mucho después de Gutenberg. Los períodos de transición son difíciles de descifrar, también son intensamente estimulantes. Uno puede intuir sacudidas sísmicas que afectan nuestras percepciones culturales del tiempo y de la muerte individual. Estos periodos ponen en tela de juicio a las afirmaciones de la literatura, del pensamiento escrito, y de la gloria individual en su  supervivencia "para todos los tiempos". Milton sostenía que un buen libro es "la sangre vital de un espíritu maestro". Sin duda este precioso licor continuará fluyendo, pero tal vez, en canales completamente diferentes y en tubos de ensayo. Los niños y las niñas que en los teclados de sus computadoras tropiezan con puntos de vista de la lógica y con los fractales, no pueden leer ni escribir en cualquier "libro en su estricto sentido", ¿son analfabetas?

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